sábado, 18 de agosto de 2007

EL DIARIO

EL DIARIO (Introducción)
Aclaración: Léase al personaje Poroto Klein con palabras del lenguaje lunfardo y/o definiciones propias que nos serán reconocibles a todos.



Esta Historia comienza, a encontrarse y perderse en sentido, a partir de un robo y un diario íntimo.

Ha sido el ladrón quien comenzó a darle vida, y a penetrar en el alma de aquella mujer, a través de las palabras de su oscuro y cargado diario íntimo. Y fueron las increíbles, inexploradas, misteriosas e inagotables energías humanas que todos poseemos, las que ayudaron a que estos dos personajes se vinculen y, de algún modo, hasta se necesiten sin saberlo para encontrar un sentido en el camino de sus vidas.

Conocí profundamente a Julia cuando, por fin, me puse a leer ese viejo y polvoriento cuaderno archivado en el cajón de mi mesita de luz.

El vetusto y grueso cuaderno encantado perteneciente a aquella luminosa jovencita que paseaba placidamente por los canales de Venecia, seis meses atrás, con su gesto curioso, amigable y sus ganas de llevarse en los ojos cuanta belleza el lugar le podía ofrecer.
Todo comenzó cuando aquel día de primavera yo, pequeño ladronzuelo, había visualizado la próxima victima. Recuerdo su ingenua distracción, inclusive luego de haberse dado cuenta que había sido yo quien le había robado su coqueta y abultada cartera.
Julia solo dejo caer los brazos y, rendida, gritó:- ¡No, por favor deténgase que se van los años de mi vida ahí dentro! Yo, mas ilusionado que arrepentido, corrí muy rápido y me escabullí entre las gentes, atravesando puentes y callecitas angostas, tirando algunas máscaras, con el envión de mi prisa, de los puestitos de vendedores ambulantes que se colocan en las angostas y viejísimas veredas. Corrí hasta que las rodillas perdieron el límite de velocidad que imponía mi cuerpo viejo, hasta perderme de su vista y, finalmente, corrí hacia el vaporetto y, ahí nomás, me colé pa llegar a mi cuartucho alquilado de una de las tantas facheras casas viejas que aun se sostienen enmarcando las historias de aquellas aguas estancadas de la parada de góndolas de Rialto. Me baje del vaporetto y apure nomás el paso a la pensión, deseoso de llegar a mi cuchitril del alma. Subí los tres pisos de la escalera, ansioso y apurado, ya transpiraba del agotamiento y dejaba que mi mano seca se nutriera de mi frente mojada. Esto de andar robando no le venia muy bien a mi cuerpito de años y su falta de fútbol dominguero. Abrí la puerta de madera tallada y derruida de mi humeante hogar monoambiente. Aquel refugio anejo de techo húmedamente infinito, de paredes arrugadas de secretos que sostuvieron las espaldas y los olores de sus inquilinos errantes, me mira desde su única ventanita tuerta que trae su aire y luz desde el espacio que la distancia de otra vieja pared vestida de moho y gris que, indiferente, se pega al fondo del edificio de enfrente. Tiré la cartera al revés sobre la cama y, así, cayó de todo lo que llevan las mujeres adentro, desde el pañuelo hasta el alma. La billetera, unos caramelos de menta, cuatro moneditas, dos boletos de tren, cámara de fotos, teléfono celular, gotitas pa los ojos, una gomita de pelo, tres bolígrafos y un cuaderno con tapa de cuero bordeaux de lomo grande y orillas gastadas, con pinta de viejo y tan arrugado que no le hacia asco a mi cucha. Hice toda baratija a un lado y, rápidamente, abrí la billetera. Encontré entre sus labios de cuero carnoso los besos melosos que ofrece el vil metal, mi boca se hizo agua ante la lucha y, entregado en mi avaricia, comencé a contar. Unos nueve mil trescientos euros, mil doscientos dólares, cincuenta pesos argentinos, y unos quinientos reales eufemios.
-: ¡Plin, caja y la pucha digo! Me saque la grande, el loto y el gordo de navidad!

Saltaba en una pata desde la cama hasta la ventana podrida de mi cuartucho. Me acuerdo de aquel robo porque, primeramente, me hice millonario y salí de mi errante situación económica y mi vida de cuchitrily, segundo, me sorprendió la cantidad de billetes que la mina traía todos achicharrados en una misma billetera. Y, como primer indicio de lo inevitable, encontrar pesos argentinos me acaricio el corazón culpable, porque esa fue la última vez que robe en mi vida. Todo lo que pasó después de eso soltó los demonios y fantasmas de mi alma aletargada y el rumbo de mi vida encontró un norte y un timón.
Yo no era un ladronzuelo por naturaleza, no señor.
Por naturaleza era un vidente y, por ende, un predestinado muerto de hambre. Una cosa me llevó a la otra. Y la fatalidad te hace unas jugarretas en la vida que uno termina donde el bocho nunca se hubiera figurado, es así nomás.
Como decía, yo era vidente. La mala pata de todo esto es que en mis videncias espontáneas siempre pude ver mas fácilmente los acontecimientos malos que los buenos por lo que la gente, espantada, sucediera o no, jamás volvía a visitarme y se me quedaban mirando como si se hubieran visto al espejo en setenta años o, en el caso de los de nuestro palo, una visión espontánea de la suegra que aparece pa arengarlo. Todas sus propias fantasías se corporeaban en miedos ajenos pa escupirse sobre mi cara en blanco con el envión del espanto y la indigna negación. Me fui quedando sin un peso.

Y me fui quedando muy solo.
Vendí mi casita chiquita que tenia en mi argentino país, en González Catan, y con los últimos pesitos que me pagaron por aquél chaperío me compre un pasaje al paraíso.
Guardé el boleto de avión como si fuera la última foto que tuviese de mi buena abuela y me fui a vagabundear por el mundo buscando un lugarcito que me acogiera con más simpatía. La mishiadura me llego después de unos meses, cuando estaba en Italia. Ya no tenia un peso o, mejor dicho, un euro en los bolsillos pero, eso si, graciaDio que yo estaba de legal. Porque tengo mi pasaporte italiano heredado de mi abuelo que se llegó a la Argentina, en la época que todos se nos fueron de las Europas, pa hacerse la América. Así que me transformé en un mendigo veneciano, orgullosamente legalizado con doble ciudadanía y a mucha honra. Mi falta de titulo no quitaba mi erudición acerca de la traición y las tretas callejeras. Descalificado y expulsado del trabajo dentro de las gentes escapaba de las oportunidades que me ofrecían las bestias. Solo me quedaba la buena de Dios pa salvarme del crimen y la locura. Dormía en las calles y las pocas monedas, que alguno me tiraba, eran mas pa rellenar sus culpas que pa mantenerme con el estomago sin crujir. Así era Venecia y sus máscaras. Me sentaba, de día, a estropearles la foto al lustrado turista con mis trapos y una manta en el piso, cerquita de las escaleras, pasando los puestos de los artistas pintores y, como el último artista en su ramo, ponía un cartelito compadrito que me presentaba al transeúnte con mis facultades bien dispuestas de laburador especial, diciendo -:


“POROTO DEMENTE KLEIN SERENGUETTI” VIDENTE.
OJITO A LA ESCALERA
USTED NO SE CAIGA AL BAJAR.
PUEDA SU VIDA CONTINUAR.
PA BIEN O MAL YO LE CANTO MI PREDICCION.
Y USTED NO SE HAGA EL TURRO ME DEJA SU COLABORACION. TANTE GRAZIE!


Algunos locos venían. De esos siempre hay alguno que vuelve por más.

Iba tirando con las changas y la gente no se me escapaba tan rápido porque, por suerte, andaban ausentes en mi mente las visiones de muerte o desgracia.
Pero hubo un día en el que sucedió, y volvió a mí el vocero infernal con visión inmediata ante un destino inminente y fatal. Desde ese día ya no pude, o no quise, leer el destino. Nunca más.
Fue el día que le dije a un cincuentón que pasaba por la vereda, donde tenia mi puestito, que tenga cuidado al bajar la escalera que iba a quedar duro como rulo de estatua y solo Dios se lo iba a peinar.
Mi discurso no era erudito, si mi esencia.
El tipo me miro de arriba abajo, me tiró dos monedas de lástima, porque yo me doy bien cuenta las razones del tiro de las monedas en mi gorra. Cuando te las tiran de lástima apenitas que te miran, desde el borde de los ojos, y te ponen una sonrisita de compasión y nos les ves mas ni el pelo. Bueno, cuestión que el tipo también me putió de arriba abajo en tono bajito, como masticándose las palabrotas en el sabor amargo del recorrido que iba desde mi puestito hasta las escaleras, unos doce pasos. Y al bajar las escaleras se resbaló y se cayó golpeándose la nuca en el borde del escalón. Fue en aquel instante que el tiempo se me paralizó en el corazón. El único testigo y el único adiós.
Cuando me miró.
El viento y la muerte cerraron los ventanales y sus ojos que, vacíos ya, me dejaron.
No se le movió más ni un pelo. Dicho y hecho. Espichao, estiró la pata. Se murió al instante y yo se lo había advertido. La gente que había escuchado todo me miraba espantada, como echando maldiciones en chispas que quemaban mis pestañas, y, por supuesto, luego del evento ocurrido se retiraron como extraños, sin ayudar a nadie y hablaron de lo sucedido por el resto del día, la noche y, seguro también, los días que a estos siguieron, llamaron a sus parientes lejanos pa ponerlos al tanto, en amarillos detalles, de las adaptaciones personales de la historia.
Entre mis ideas curiosas se me ocurrió pensar en la idiotez de aquellas gentes que, por donde sea que estemos en este mundo, nunca se atreven siquiera a echarle una mano al pobre recién estrenado difunto pero son los primeros en vomitar, en su gesto anfitrión, a los inadvertidos compañeros de café sobre los asquerosos detalles tristes de su espeluznante experiencia en vivo.
En cuanto a mi, traté de acercarme a ese hombre, con un dolor incierto en mi vidente alma y un la pucha digo en mi corazón, cuando justo, la policía, este carabinieri, me patinó el trasero de mi puestito jurando que me rompería todos los huesitos si me volvía a ver con mi sucio cartel y mis miserables predicciones y, ahí nomás, me dejaron sin paz como un sonámbulo sin noche.

Desde aquel día deambulo por las calles y robo solamente cuando ya no queda pa pagar el cuarto o la tripa me chilla tanto que le tengo que tirar un pedazo de carne. Mucho no afanaba, digamos.
Cuando le robé a Julia, el robo memorable que afectó mi vida en todos los planos que cualquier mina o tipo se pueda figurar, quedé hecho un duque por un tiempo más que largo, sin apenas imaginar lo que aquel robo iba a significar en mi vida. Sin apenas intuir que todos mis mapas iban a perder su división política.
Me daba la buena vida mientras pensaba que haría de mi futuro. Mi rutina diaria se compuso muy a mi gusto a partir de aquel momento. De recostarme bajo el puente Rialto, medio encanutado entre las gentes pa que no me fajen los de la poli que se acordaban de todas las caras que habían fichado alguna vez y me tenían bien junado, con un panini de crudo y queso por los mediodías, a darme una vuelta en góndola con mi ticket pago por las tardecitas; hacer algún mandado a las señoras de sus casas que me tiraban una propina pa mantenerme activo en lo laboral y llegar a mi cuchi, como le llamo a mi novia de todas las noches que me encierra y contiene entre sus viejas humedades y, en silencio tuerta me mira desde su única ventana, siempre fiel mi derruido cuarto, mí cuchitril. Mi cuchi y su catre, nada mas pa soñar un rato con el futuro por el resto de la noche. Eso si, malgastar no. Nunca me quise comprar una joya ni nada de eso, tampoco es cuestión de andar llamando a los ladrones.

Lo que me hacía tan gordo el pecho de contento es que había dejado de robar. Administraba mis ahorros. Digamos, los de la pobre Julia, que me cedió involuntariamente sus pertenencias, y estaba hecho un pordiosero aburguesado. Ya me aburría pero no quería ponerme a leer la suerte porque me daba un chiflete de frió en la nuca del miedo de lo que podía decir, a ver si todavía me echaban de patitas de la bella Italia y volver a Buenos Aires no estaba en mis planes todavía ya que, allá mijo, la situación no esta pa chiquitas y mis recuerdos solo me vuelven a patear duro.
Ahí el que te roba ya no tiene oficio, de chorro a carnicero, te corta el pescuezo aunque no tengas ni un peso, por mirarlo nomás, hasta a mi me da miedo andar lidiando con las nocturnas bestias peligrosas de la calle porteña.
Y no hablo de aquellos tiempos de cuchilleros. Hablo de las villas y sus manejadas miserias. El muerto de hambre poco piensa, por el pancho y la coca todos hemos bailado. Es que el hambre nos embrutece y, cuando la necesidad es grande, pasan cosas como las que nos pasan a los argentinos. Tristeza me da, viejo. Tristeza.
Ya volveré, aunque las cosas no cambien.
Ya volveré cuando me organice un poco y vea que changa puedo hacer yo allá pa no andar quemando ahorros. Quizá algún cartonero me invite a formar sociedad sin organizarme demasiado, nada de amigos mayores ni jefes sapitos que cortan la torta, que todavía me llaman honesto por las calles bravas de mi desteñida y vieja, desnuda y avergonzada, proxeneta y porteña entrañable cuidad.
Cuestión que ya me estaba aburriendo de la vida burguesa. Necesitaba, como todo burgués, buscarme un hobby. Se me dio por la lectura.

Que fenómeno, de las cosas que me fui enterando. De la gripe aviar que le llaman, y a mi no me agarran con esa patraña inventada, de que no se fuma en toda Italia dentro de los locales, de que la princesa esta la Lady Diana había espichado. Bueh, un fenómeno lo de la lectura aunque no siempre encontraba noticias frescas en la revuelta matutina de tachos de basura. La lectura fue llenando mi vida, me fui enculturizando como le dicen. Me ponía al día con la historia cuando iban haciendo limpiezas en las peluquerías y todas las viejas revistas iban a parar a la veredita, por ende, a mi sed de cultura.
Un día, tirado en la cama, mirando el cemento gris de la vista de mi ventanita del cuarto abrí el cajón de la mesita de luz y encontré un libro viejo.

Bueno, no tan viejo, mas bien diría, muy usado. Mucho por los libros no se me dá porque son muy largos y, quien sabe, si me tengo que ir de raje y me queda la historia inconclusa así no se vale la pena ni de leerlo.
Por esta razón que me extrañaba que yo mismo, Señor Poroto Klein pa los entendidos, tuviera un libro entre mis pertenencias adquiridas. Ahí me acorde al instantáneo. ¡Era el libro de la flaca esa que me hizo un rico tipo!
Le fui dando a la lectura de aquel libro y lo que pasó fue que, desde el momento en que apoyé mi mano sobre aquel libro y leí su primera página manuscrita, no lo pude largar nunca más y mi vida temió un rumbo desconocido…

"Dedicado a nadie excepto que Ud. lo esté leyendo..."
Esta historia comienza, casi, en el mismo instante en que el aire de mi garganta se anuda, de sorpresa, ante el principio del fin.
Cuando me pongo a contarla me suspendo, entre letra y letra, a recordar los hechos y el pulso, disimuladamente, me tiembla por fuera ante la inconmensurable carga que se balancea como un balde furioso que rebalza por dentro. Y me sigo preguntando ¿Cuando llegará el día que se rompa de una vez el silencio inerte casi inmortal que parece existir en determinadas regiones de este mundo en cuanto a los derechos humanos que, a pesar de intentos aislados de gritos de personas valerosas, sobrevive tapado por el maquillaje y la decoración de utilería que ofrecen los enceguecedores encantos de esta vida moderna y por la soberbia, brutalidad e incongruencia de los valores sociales, humanos y religiosos de determinadas culturas? Sin relación aparente, mi anterior pregunta y la historia de este diario están íntimamente ligadas. Saltando entre mi vida personal, mis recuerdos y mis experiencias actuales trato de buscar un cambio de vida, de rumbo, de pensamiento.

Un camino. De esto, uno se dará cuenta, intuyo, al transcurrir de los relatos y contagiando a las propias vivencias e interpretaciones si, algún día, alguien, aparte de mí, llega a leer estas páginas. Será como una señal y lo escribo pensando que le hablo a usted, lector, que compartirá en silencio el detalle de todos mis secretos y, quizás, también haga juicios de valor o quiera venir a rescatarme…
Pero todavía me falta contar la historia, que tiene sus intrincadas idas y vueltas entre el tiempo y la fantasía, la realidad y los recuerdos. Dedico estas páginas al lector que encuentre mi diario, si alguna vez se pierde, y, asumiendo mi naturaleza despistada, me adelanto compartiendo con usted mis experiencias.
P.D.: Si encuentra este diario y no me lo devuelve entonces simplemente léalo...

Así había empezado mi lectura, con esa introducción y dedicatoria en primera página. Sentí que era justamente yo la persona que debía leerlo, como una señal que, en mi camino, daría un vuelco completo a mi vida. O estaba un poco loco y aburrido. Pero como siempre digo, que yo no soy un ladrón chorro por naturaleza, no. Y mi virtud de la videncia venía acompañada de mucha observación. No tuve el lujo de una educación pero tenia esa sed de aprender y un cacho de cultura, como le dicen, guardado ahí en remojo que me volvía a brillar cuando se me estimulaban el seso, claro mijo.

Lo que me pasó a partir de que abrí ese libro fue una cosa que no tiene descripción. No podía parar. Y no quería parar. Esperaba cada día a que el sol amigo se rinda y baje para correr a mi cuarto a cenar la otra mitad de mi panini, en la cama, y seguir leyendo aquella historia adictiva que me fue atrapando y absorbiendo lentamente por completo. El libro hablaba de la vida de una mujer y esa mujer se llamaba Julia. Era ella, la misma que el destino hizo que ilumine mi vida. Y el libro, era su diario.
Abriendo la página…
(Continuaremos)


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